Se quedaba siempre como apartado. Allá, lejos de las verjas, fuera de nuestro alcance. Con la mirada febril y los brazos cruzados. Más que cruzados incluso, cerrados, rígidos. Como si tuviera frío o le doliera la tripa. Como si se agarrara a sí mismo para no caer. Con la mirada nos desafiaba a todos pero no miraba a nadie.
Buscaba la silueta de un único niño, sujetando con fuerza contra su pecho una bolsita de papel. Era un panecillo relleno de chocolate, yo lo sabía, y siempre me preguntaba si no estaría ya todo aplastado, a fuerza de... Sí, era eso a lo que se sujetaba, a la campana, al desprecio de la gente, al rodeo por la panadería y a todas esas manchitas de grasa en
su solapa, que eran como medallas, inesperadas.
Inesperadas...
Pero... ¿cómo podía yo saberlo entonces? Por aquel entonces me daba miedo. Llevaba unos zapatos demasiado puntiagudos, tenía las uñas demasiado largas y el dedo índice demasiado amarillo. Y los labios demasiado rojos. Y el abrigo demasiado corto y desde luego demasiado estrecho. Y las ojeras demasiado oscuras. Y la voz demasiado extraña.
Cuando por fin nos veía, sonreía abriendo los brazos. Se inclinaba en silencio, le tocaba el pelo, los hombros, el rostro. Y, mientras mi madre me agarraba con fuerza, yo contaba, fascinado, todas esas sortijas que acariciaban las mejillas de mi amigo. Llevaba una en cada dedo. Sortijas de verdad, bonitas, valiosas, como las de mis abuelas... Era siempre en ese preciso momento cuando ella se daba la vuelta, horrorizada, y yo le soltaba la mano.
Alexis, en cambio, no. Él no se zafaba jamás. Le daba su cartera y con la otra mano, la vacía, se iba comiendo la merienda mientras se alejaban hacia la plaza del Mercado. Alexis, con su extraterrestre con alzas, su monstruo de feria, su bufón de patio de recreo, se sentía más seguro que yo, y era más querido. O eso creía yo. Un día de todas maneras se lo pregunté:
—Pero... o sea... ¿es... es un señor o una señora?
—¿Quién?
—Pues... el... la... ese que viene a buscarte por las tardes.
Se encogió de hombros. Pues un señor, claro. Pero al que llamaba su *tata. Y ella, su tata, le había prometido por ejemplo que le iba a traer tabas de oro, y si yo quería, me las cambiaría por esa canica, sí, mira, eso, por esa canica... Hoy se está retrasando... Espero que no haya perdido las llaves... Porque lo pierde siempre todo, ¿sabes? Suele decir que un día se le olvidará la cabeza en la peluquería o en el probador de un gran almacén, y luego se ríe, ¡y dice que menos mal que tiene piernas! Pues un señor, hombre, qué va a ser. Qué pregunta...
No consigo recordar su nombre. Y eso que era algo totalmente fuera de lo común... Un nombre de music-hall, de terciopelo dado de sí y de tabaco frío. Un nombre como Gigi Lamor o Gino Cherubini o Rubí Dolorosa o...
Ya no me acuerdo y me muero de rabia de no acordarme. Estoy en un avión rumbo a la otra punta del mundo, tengo que dormir, tengo que dormir. Me he tomado unas pastillas para eso. No tengo más remedio, si no me va a dar algo. No he pegado ojo desde hace tanto tiempo... y me... Me va a dar algo. Pero no hay manera. Ni la química, ni la tristeza, ni el agotamiento. A más de treinta mil pies, tan alto en el vacío, todavía pugno como un idiota, removiendo recuerdos mal apagados. Y cuanto más soplo más me pican los ojos, y cuanto menos veo, más bajo me arrodillo todavía. Mi vecina ya me ha pedido dos veces que apague la lamparita de lectura. Lo siento, pero no. Fue hace cuarenta años, señora... Cuarenta años, ¿comprende? Necesito luz para recordar el nombre de ese viejo travesti. Ese nombre genial que por supuesto he olvidado, porque yo también lo llamaba Nounou. Y yo también lo adoraba. Porque así eran las cosas con ellos: a la gente se la adoraba...
*La palabra francesa para «tata» es «nounou» y da nombre a este personaje.
(N. de la t.)
EL CONSUELO
-Anna Gavalda-
Gertrudis, se llamaba Gertrudis. A, no, espera, era un hombre-mujer... yastá... Lola!
ResponderEliminarEn realidad ya dan el nombre en el texto ¬¬
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