jueves, 19 de mayo de 2011

Nota personal y fragmento

No me gusta hablar de los libros que estoy leyendo hasta haberlos terminado. Ni escribir sobre ellos, ni comentarlos. Hasta tener el libro acabado, no me siento capaz de decir lo que opino, ya que a veces el final me sorprende y da un giro a la opinión que tenía formada. 

Por otro lado, siempre he pensado que aunque somos nosotros los que vamos buscando libros, son ellos los que nos encuentran. En mi forma de ver las cosas, nada ocurre por casualidad, y los libros son el ejemplo claro: nunca llega a nosotros una lectura casual que no nos aporte nada. Puede que un libro nos llegue en un momento que no seamos capaces de entender su mensaje, pero antes o después termina sirviendo; y si somos un poco despiertos, llegamos a comprender y relacionar el libro con el momento en el que llegó y no lo supimos ver.

En función del momento de la vida en el que nos encontremos, tendemos a identificarnos o comprender más a unos personajes que a otros, unas historias nos afectan más que otras y nos aferramos a algunos finales como si fuesen la solución de nuestro mañana. Si pasado un tiempo volvemos a leer el libro, con la circunstancia cambiada, nos identificaremos probablemente con otro personaje y su situación, entendiendo así que la vida es cambiante y pasamos por todas las casillas. Esto es algo que el libro que estoy leyendo ahora mismo no hace más que confirmarlo a cada página que paso. 

Lógicamente me identifico más con unos que con otros, y aunque eso queda en mi intimidad, hoy leyendo me he quedado fascinada con la historia que cuenta un personaje al que no he tenido en consideración en ningún momento, y me ha parecido tan bonito que he pensado que tenía que quedarse aquí. 

Por eso la etiqueta de esta entrada va a ser "Fragmentos", porque no deja de serlo. Pero es un fragmento con su aclaración, porque como todo, absolutamente nada es casualidad...


-Fue hace mucho tiempo, yo vivía con mi padre en el distrito veinte, era un chavalín, mi madre había muerto y yo estaba más triste que un piano sin teclas. Delante de mi padre no lloraba, pero me pasaba el día apretando los dientes. Apenas me quedaban encías de tanto apretármelos. Vivíamos con poca cosa, él era deshollinador, ya sé que no es un oficio muy limpio, pero así se ganaba la vida, y debo decirte que no era el jefe, trabajaba a destajo. Muchas chimeneas tenía que deshollinar para conseguir un trozo de carne para el cocido de la cena. Así que las caricias no eran lo suyo, siempre tenía miedo de ensuciarme o de ensuciar a una mujer. Siempre fingió que no se había vuelto a casar por eso, pero yo sé que estaba negro de desesperación. Así que allí estábamos, los dos, como dos cachorros abandonados, sollozando cada uno por su lado, cortando el pan en silencio y comiendo la sopa sin decir nada. Y es que menuda mujer era mi madre. Era como de seda, como un hada de las montañas azules y con un corazón grande como tres coliflores. Irradiaba amor a todo el mundo, la gente la veneraba en el barrio. Un día, al volver del colegio, me encontré un grajo. Allí, en el camino, parecía que me estaba esperando. Lo recogí y lo alimenté. No era muy bonito, un poco apolillado, pero tenía un largo pico muy amarillo, amarillo como si se lo hubieran pintado. Y además en la punta de las plumas tenía manchas azules y verdes que parecían un abanico. 

-¿No sería un pavo real?

-Te he dicho que no me interrumpas, que si no, no vuelvo a arrancar. Esto de las imágenes es doloroso. Lo recogí y le enseñé a decir "Eva". Eva era el nombre de mi madre. A mi padre le parecía tan guapa que la llamaba Eva Gardner. Eva, Eva, Eva, le repetía cuando me quedaba a solas con él. Terminó diciendo "Eva", y me volví loco de alegría. Te lo juro, era como si mi madre hubiese vuelto. Dormía, agarrado al montante de la cama, y por la noche, antes de que me durmiese, croaba: "Eva, Eva". Y yo sonreía como los ángeles. Dormía como un bendito. Dejé de estar triste. Él había acabado con la pena, me había deshollinado el corazón. Mi padre no sabía nada de eso, pero él también volvió a silbar. Partía por la mañana con su pértiga, su cubo, sus trapos y silbaba. Ya no bebía más que agua ¿sabes? ¡A los deshollinadores les pierde la sed! Se pasan el día comiendo carbón, así que necesitan quitarse la sed. Y él, el pater, ¡se dedicó al agua! Limpia y clara. Yo no rechistaba, miraba al grajo que no soltaba prenda delante de él, y te lo juro, me devolvía la mirada con un aire... ¿cómo decírtelo? ... un aire de decirme estoy aquí, velo por vosotros, todo va a ir muy bien. Aquello duró bastante tiempo, silbábamos, silbábamos, y entonces... Murió atropellado. Un borracho le pasó por encima. Se quedó plano como una tortilla, solo quedó intacto el pico amarillo. Lloré, lloré, el Amazonas a mi lado era un grifo que goteaba. Mi padre y yo lo metimos en una caja y fuimos a enterrarlo, a escondidas, en la placita al lado de nuestra casa. Pasó un tiempo y después, una noche negra, me despertó un ruido en mi ventana. Como si golpearan con una llave. Fui a ver: era mi grajo que estaba allí, con el mismo pico amarillo, las mismas plumas verdes y azules. Croaba: "Eva, Eva" y yo le miraba con los ojos abiertos como platos. "Eva, Eva" repetía golpeando el cristal. Lo vi como te estoy viendo a ti. Mi grajo. Encendí la luz para asegurarme que no estaba soñando y lo dejé entrar. Volvió todas las noches. Cuando oscurecía. Hasta que me hice mayor y conocí a una chica. Debió pensar que ya no lo necesitaba y se fue. Te diré que me puse triste, ¡no te puedes hacer la idea! No volví a ver a la chica, y durante mucho mucho tiempo no toqué a otra diciéndome que iba a volver. No volvió más. Ya está, esa es mi historia (...)

Marcel había escuchado con la boca abierta. El relato de René le había conmovido tanto que le costaba no echarse a llorar. Sentía ganas de coger a su viejo amigo entre sus brazos y estrecharle con fuerza. Tendió la mano y rozó el rostro de René, sintiendo la aspereza de la barba bajo sus dedos. 

-¡Oh, René! ¡Es tan bonito! - Dijo con la voz entrecortada por los sollozos.

-¡No te lo he contado para que lloriquees! Sólo para decirte que hay cosas incomprensibles en la vida, cosas que no tienen la menor base y sin embargo, pasan. (...)

EL VALS LENTO DE LAS TORTUGAS
-Katherine Pancol-

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Whoever you are, now I place my hand upon you, that you be my poem...

(Walt Whitman, 1855)